Tierra Natal. La historia de Natalia

Introducción

Esta obra colectiva es creación del trabajo realizado en el Taller de escritura narrativa “Palabra al aire”, dictado en la Dirección de la Mujer de la Municipalidad de Lago Puelo por la docente y escritora Viviana Núñez Cabral.

Escribimos entre todos: Martina Guardiola, El Hoyo; Carla Guerra, Lago Puelo; Viviana Núñez Cabral, Lago Puelo y Silvio Verre, Lago Puelo, también realizamos el trabajo de co-edición.

Partimos de un ejercicio de descripción estricta de la imagen de tapa, especulando después sobre lo que nuestros sentidos y bagajes permiten percibir de lo oculto para pasar a caracterizar a la mujer a fin de convertirla en protagonista/personaje de una historia posible.

Tierra Natal. Natalia. Fotografía d Javier Goded

Como ejercicio en plena construcción, arremetimos con narrar sus tiempos presente, pasado y futuro. Nos encontramos no sólo con coincidencias en nuestras diferentes miradas sobre “ella”, sino que además tomó materialidad un CADÁVER EXQUISITO que se nos impuso y pidió definiciones para una historia escrita a ocho manos.

Este taller tuvo tres meses de extensión, con un encuentro semanal, también se realizaron otros ejercicios que aquí les comparto mi preferido.

Natalia la mujer de los Saberes (tal el nombre de la foto de Javier Goded), nos llevó a una feliz tarea de construcción comunitaria desde su Tierra Natal.

Natalia

Nunca pude olvidar al amor de mi vida, un amor de años mozos frustrado por cuestiones que no llegué a entender; un veneno que se apoderó de mí, quitándome toda gana de vivir, sumiéndome en la lucha cada día y dejándome un sabor amargo en la boca para siempre.

Como un mal sueño, recuerdo a Natalia.Son puntas de picos sus dedos, zapines las manos; mira por sus ojos con los ojos de la abuela. Tritura firme, tiernamente, los terrones de una acequia que es fecunda a fuerza de sus sudores, los de su abuela primariamente. 

Parece que la estuviera viendo en ese momento en que escarba como buscando, como si desconociera. Doblada y nudosa es un gajo herido que, combado, resiste y no se quiebra. Las superficies de sus palmas ofician de sensores percibiendo la humedad, la temperatura de la tierra abierta. Le permiten alcanzar la lectura que sus ojos le niegan hace un tiempo ya.

En los vallecitos suelen decir que por eso es que no baja como solía. Lo cierto es que su luz se fue apagando de tanto quemar distancia al rescoldo de un retorno que no fue. No los necesita, no los extraña tampoco, si la dejaron tras mi rastro buscándome la espalda, a mí que enterrando las palabras sembré el adiós ¿para qué iba a querer a esos ojos traicioneros?

No supo precisar cómo, existió un momento en que se le instaló natural, rotundamente, un sentido híbrido entre el olfato y la vista, el oído, el olfato en las yemas de los dedos. Y de la mano del aire, ebrio de aromas, le llegó el silencio.

No como una falta, una mutilación; llegó como un ramillete de milenrama. Y la voz de la Mamaicuna, respirada hasta su adentro, se le hizo silencio en sus venas. 

Fue en un encuentro de pueblos originarios, como llaman de las ciudades a los indios que no saben identificar; la incomodidad de la lengua dominante aglutina aquello que no puede asir por su diversidad en una palabra o una frase: pueblos originarios, así nos dicen. Iba con la abuela y con su madre cargándola en un aguayo sobre la espalda. La “bicherita”, le decían ambas entre risas; apenas andaba y ya rebuscaba qué comer de la tierra, ya fuera fruto, raíz o insecto.  No lo recuerda ella, pero le solían contar que por esos pagos alejados vivieron un par de años.

Las mujeres se asociaban, viajando días enteros desde los cuatro bordes del país para entender que las razones del despojo se repetían en todos los territorios con las mismas palabras en diferentes bocas. Si decían progreso, no era el de ellas, si la palabra era crecimiento, no era el de sus hijos. No lo sabían, pero estaban gestando raíz de lo que muchos años después se iba a sostener como soberanía alimentaria.

Ella recuerda sí, que cuando ya era niñita, chinita o pichi-malén, según quién la nombrara en aquellos viajes, volvieron, y tuvo que despedirse de su amiga Rayén. Rayén, con los ojos enormes y la voz muda, estiró los brazos para poner en las manos de Natalia una planta de milenrama. Se abrazaron a través de los años, en cada floración, con sus pensamientos elevados.

Siembra, desmaleza, cosecha, seca, muele las hierbas a la par que respira, al pulso de su corazón la voz de Mamaicuna en el latido. 

Elige una mezcla y espera que el agua alcance el punto para preparar su infusión; entrecierra los ojos adivinando el canto de los gallos. Algo debe pasarle al Cresta Negra que, extrañamente, arranca después del Pinto con un cacareo lastimoso. No puede escucharlos claramente desde allí, entre tanto peñasco y vallecito de por medio, pero le llega el olor húmedo del miedo del animal. El mismo olor que tuve en mi cuerpo cuando renuncié al sirviñaco que habíamos iniciado llenos de ilusión. No puede saber Natalia que ese dolor enterrado también envenena mi corazón. No sabe que le ando cerca en estos días y en su cercanía, dejo de ser un ave poderosa y soy chango tembloroso otra vez.

Anda con ganas de cítricos esa mañana y extrae un puñado macerado en el mortero que acaricia entre sus yemas. Fue arrogante la voz que elevé y ella registró el desdén en la evasión de mis ojos, antes que le mostrara la espalda. Un muro de piedras que no pudo evitar que el viento tremendo de mi miedo la envolviera toda.

Quiebran sus dedos una ramita de tomillo y antes que rompa el hervor, sale de la ensoñación para retirar la ollita del fuego y volcar el agua sobre un tazón donde esperan los yuyos. Algo cambia en el aire cuando el agua está por hervir y es esa impresión la que le anticipa los gestos. Las hierbas se asientan y obedece el convite asimilando la pausa. Del añoso delantal, herencia de la abuela, extrae el pedazo de pan que más tarde compartirá con el perro, un cuzco callejero que cobijó desde cachorro. Y que dejé, sin que supiera, en su puerta.

Mastica tranquila, ceremoniosa; la hogaza todavía guarda el olor de las manos de Angelita; olor a ternura, si los hay. Feliz por haberle sanado la culebrilla al Damiancito la retribuye con el olor a gratitud que tiene su pan.

Le gusta estar despierta a esa hora donde todos duermen y se silencian los afanes. Sólo en ese transcurso el aire es diáfano y sólo en ese momento se le revelan las esencias de las plantas que en el día indicará a quienes van por su ayuda. Lo poco que puedo hacer -les dice cada vez que le dan las gracias. Ella hubiera querido alzar la voz como un arma, ella hubiera querido marchar como las kollas de los poblados, pero las kollas iban a buscarla en el amparo de sus saberes y le rogaban que permaneciera, que las sostuviera en su resistencia silente, ancestral. Por vos es que andamos, por tu luz.

Ella hubiera querido marchar junto a mí, junto al “Cóndor”, luchar junto al vuelo de mis escaramuzas, siempre enfrentando y huyendo, tratando de golpear certeramente a un enemigo enorme, poderoso. Caminar a la par del vitoreado “Cóndor”, sin sospechar que este pájaro solo que soy, ha nacido tras la muerte del cobarde Valeriano que murió en ese adiós sin palabras. Por vos es que andamos, Natalia, por tu luz, que es la nuestra.

Bebe suave la infusión y queda prendida en un pensamiento: parecido al hinojo, está surgiendo una hierba de hojas que, al tacto, le recuerdan las de las zanahorias, las del perejil. Le registró un esponjoso ramillete de flores que, por instinto, no ha tocado; florescencias que imitan las de la milenrama, frágiles florecitas. ¡Ah, pero esas raíces…! Duras, fibrosas, ganando resistencia al surco. Tan lejos, tan lejos de la fragilidad. 

 «Todo pareciera ir en contra de lo que sentimos, de lo que conocemos», me solía decir Natalia. Aun cuando éramos chicos, hablaba con tal reflexión, pausa y profundidad que yo no sabía qué contestarle. No era de hablar mucho, pero su mirada y observación resguardaban tal intensidad que prescindía de palabra alguna. No era necesario; el silencio y el lenguaje de sus ojos solían ser su única lengua. Esa que la madre perdió y ella encontraba en la abuela.

Me contaba que Mamaicuna nunca le hablaba como a una niña; le explicaba cosas que a nuestra edad eran difíciles de entender, pero lo hacía de una manera muy particular, como tratando de recuperar el tiempo perdido, como si la estuviera preparando para algo. Quizás por eso ella reflexionaba tanto las cosas: porque buscaba entender. O, tal vez, ya las había entendido hace tiempo y yo no lo supe ver.

Los ojos son la ventana del alma, dicen; son mucho más, como la mirada que clavaba Natalia, tan fina y tan afilada a la vez, diciendo todas esas cosas que no hacen falta decir cuando las palabras estorban y son incapaces de expresar el sentir interior, el latido del alma. Esa siempre fue la lengua de sus ojos. Eso es lo que sus ojos todavía intentan comunicar: lo que no se sabe decir.

 Entender es entender el sentir del otro, es precisar el vivir al que esa persona se refiere y acude. Cantan las antiguas coplas: cuando se siente no hace falta entender.

La abuela de Natalia le contaba de aquél lapacho que tenía vida desde los tiempos de su propia abuela. Natalia lo entendía. Éramos chicos, pero ella sabía; solía mirarlo, lo respetaba, lo sentía. Yo no lograba verlo, ¿cómo iba a saber que ese árbol guardaba tanta historia, tanta vida, tanto todo? Era mucho más que la tierra que se ve; es toda la tierra que no se ve.

Es la herida y la tierra de la que tuvieron que partir nuestros ancestros, y los que murieron por ella, y los masacrados, y la mentira, y la trampa, y el engaño, y la destrucción, y todo el silencio impuesto y amenazado por todo el miedo que dejaron. Ese que su madre, aun en la distancia, no sabe callar; ese que sangra, que se infecta en las palabras y drena por los ojos, ojos esquivos y perdidos. 

Su abuela, además de una madre, fue para Natalia la maestra que la inició en aquellos antiguos saberes: el cultivo respetando los ritmos de la tierra, el curar las dolencias del cuerpo con las hierbas y las del espíritu con la palabra. Por eso la llamábamos Mamaicuna, conocedora de nuestra cultura ancestral, ella era una de las sabias de la tierra. 

Natalia veía los dedos coartados de Mamaicuna sumergidos siempre en la tierra. Era un trabajo hermoso, pero muy duro. Su madre, en cambio, viajaba kilómetros y kilómetros a la capital en busca de ese «progreso» que nunca se supo si encontró.

Ella imitaba los gestos y aprendía todas las enseñanzas de su abuela. Lo disfrutaba mucho, a veces hasta lo hacía como un juego, vendando los dedos con plantas de la huerta, cuidando, haciendo recomendaciones, preparando infusiones que alivian los malestares. Pero no lo demostraba, se lo tomaba con suma seriedad y así lo expresaba en su rostro. La risa era una rebelión entre los nuestros, un desafío. O, quizás, sólo un lujo por aquellos tiempos.

Sus «yuyos» eran sagrados. Le molestaba que los llame así. Yo no entendía por qué; ella me contaba los poderes curativos, de las huacas que convivían con nosotros y nosotros éramos parte de ellas, de la naturaleza. Eran medicina para sanar nuestros males. Pero algunas cosas no se pueden sanar, parecieran no tener remedio.

La vida es un enigma; ¿quién sabe las vueltas que puede dar?    Y en cuestiones del corazón, más miedo da. Bien se sabe, y lo dicen las bagualas, el amor es el más hermoso de los malos entendidos.

Hace rato que la vengo observando, hice un largo viaje para volver a ese lugar del que nunca realmente he partido, me acerco a la chacra de Natalia como merodeando, quizás buscando el coraje que siempre me faltó para vivir o para morir.

Nuestro futuro como el de todos es incierto. Hace meses vengo llegando y este año será el tiempo de las flores. Aceptar su situación no fue un acto de rendición, sino más bien de liberación. Natalia nunca logró tomar decisiones sobre su vida, y su muerte es lo único que no iba a regalarle al destino.

Le quedan nueve lunas de vida. Así lo decidió. Como yo, jamás tuvo compañero para sus días, tampoco tuvo hijos y pensó que su muerte debería ser su primogénita y su legado. Todo ha sido planeado con cautela, como la que ha tenido siempre. Su paciencia será su mejor aliada en estos tiempos que vendrán. 

En un contrasentido, según sus cálculos, morirá en septiembre. A las orillas del Bermejo donde se concentra aún más la humedad, bien cerca de los sauces, ahí donde todo florece ella se volverá, se secará. 

El calor del verano es insoportable este año. El terreno está seco y es difícil de trabajar. Sus manos ajadas y marchitas le dolerán hasta su último día. La tierra se meterá en sus uñas y pensarán que ha intentado escapar o quizás defenderse. Nadie imaginará jamás que sus manos sembraron su propia tumba. 

Nadie espera que ella, tan conocedora de todas las hierbas, tan experta y tan sabia, cultive la conium maculatum que antes había combatido, en su jardín. Se parece tanto a la zanahoria y a la milenrama que nadie ha notado la cicuta. ¿Lo sabrá Rayén? ¿Se habrán elevado en el pensamiento?

Los tallos pronto se volverán altos, quizás superen el metro y medio. Se pondrán fuertes y con nervaduras. Saldrán motas rojizas, quizás púrpuras y entonces será el momento. Dentro de unas cápsulas verdes y acanaladas comenzarán a formarse las nuevas semillas. Si lo hace bien podrá tener unas mil, justo antes que se vuelvan marrones. 

Pensó en dejar que algunas vainas estallen para no generar sospecha. Unas pocas semillas ya serán suficiente para preparar el brebaje. Pero no puede dejar en peligro a quienes la encuentren. Mientras que en el jardín nacerán numerosos ramilletes de flores en forma de paraguas de color blanco y de cinco pétalos exactos cada una, las semillas ya estarán al resguardo. Es un buen plan el que ha pensado. 

Después de estos meses de calor, comenzarán las lluvias. Sus plantas crecerán rápidamente entre marzo y mayo. Deberá protegerlas de las heladas del invierno, pero para ese entonces su plantación ya se habrá adaptado al suelo seco y a estar a la sombra. Agosto será la clave para la recolección. 

Tendrá que elegir cuidadosamente qué dejar y qué llevarse. Su perro tan fiel, tan compañero, estará con ella en cada cosecha. Un descuido hará caer varias vainas al suelo y su único y verdadero compañero -cree- morirá durante la noche. 

La tristeza será su única emoción durante esos últimos días. Calentará el agua para la infusión. Hincada sobre sus piernas elegirá con cuidado cada pequeña semilla. Su delantal de siempre, a cuadros celestes, quedará impregnado con el aroma de la tisana y manchado con la tierra y las lágrimas que ha derramado durante la sepultura. 

En menos de una hora su pelo canoso y trenzado caerá de lado sobre su pulóver verde agua tejido en punto arroz, el único que aprendió de su madre. La cicuta produce una muerte sin chirridos ni consternaciones inútiles y evita un espectáculo sangriento. Será una muerte silenciosa y solitaria. Casi dulce si la hubiera mezclado correctamente con algo de opio. 

Lástima que en su jardín no hay. Sólo unos zapallos y un poco de perejil que de nada servirán después de septiembre. Así como las semillas caen cerca la planta, ella también lo hará. Sentirá la sequedad en la boca casi inmediatamente. Tendrá taquicardia. Algunos temblores. 

Sus pupilas se dilatarán y cubrirán el caoba del iris y el blanco de la córnea. Las piernas empezarán a debilitarse. Sus oídos se cerrarán. Se sumirá en un sueño artificial y placentero. Su frente estará fría y sudada. La cicuta convertirá su sangre en hielo. No podrá moverse. No podrá respirar y morirá. 

Este jardín es un manto verde y de dulces aromas. A lo lejos, mezclada entre las plantas, se distingue una silueta, de cabellera larga y trenzada por lo que se ve desde acá. Le grito para saludar, pero no se mueve. Seguro no me escucha bien. 

Me voy acercando abriendo camino entre los cultivos. Quisiera poder comprarle algo, unas zanahorias, así que le grito nuevamente, pero nada. No me escucha, ni siquiera se mueve, lleva puesto un pulóver claro, no sé si es verde o celeste y un delantal a cuadritos. Sé ella porque no supera la altura de los tallos, porque la conozco a través del tiempo. Porque su silencio la ampara como siempre. ¿No hay nadie más aquí? Grito mirando hacia la casa, pero nada. El lugar es tan solitario como ella, pero no más que mi corazón. 

Me paro junto a Natalia. Hola le digo, pero parece estar durmiendo. Le pongo mi mano en su hombro y por fin ahí levanta la vista. Sus ojos son del mismo color caoba de mi memoria; sus manos están recolectando zanahorias de la tierra. Quisiera llevarme algunas, le digo. 

Ella se incorpora y toma distancia de mí; respira profundo y se recompone. ¿Me esperaría? Mientras caminamos hacia la casa, el perro aparece corriendo desde lo lejos. Has venido temprano, pero nuestro futuro como el de todos es incierto, me dice y vuelven a ahondarme sus ojos de siempre. 

A pesar de estar seria, muy amablemente me invita a tomar el té.

Agradecimientos

Quería agradecer a cada uno de mis compañeros y a la profe. Son grandes escritores y fue un honor compartir Taller con ustedes.

Gracias Martina Guardiola. Silvio Verre. Viviana Núñez Cabral

Tierra Natal. Fanzine de la vida de Natalia. Este cuento de ficción del Taller de Escritura Creativa

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