El Comedor de mi casa

Las paredes del comedor de mi casa eran muy particulares. Si hubiera tenido el equipo necesario seguramente se podrían haber usado para entrenamiento de escalada, pero no por lo altas, sino por su textura. Las terminaciones de todas las paredes del comedor eran de salpicrete, un revoque mal hecho, afilado y muy puntiagudo. Sobresalía como los alfileres atravesados en la almohadita del costurero de la abuela.

Creo que por eso las paredes duraron blancas casi toda mi vida, nadie podía tocarlas sin salir herido o sin al menos pincharse y si te descuidabas un poco seguro terminabas con un raspón. Así mantuvieron alejadas todas las manos sucias y salvo algún mosquito árabe que dormía en cama de clavos, nada podía acercarse a esas paredes.

El comedor de mi casa era rectangular, podría hacer un plano completo de mi casa. Creo es deformación profesional, pero voy a pintar con palabras aquel comedor sobre la calle Sabatini en Barrio de Caseros.

Calculemos 3 metros de ancho y unos 9 de largo. un pequeño espacio algo más angosto en la entrada con los sillones donde se sentaban mis abuelos. Ellos fueron parte del mobiliario por varios años, porque realmente pasaban mucho tiempo ahí.

La estufa luchaba por calentar el enorme lugar, mientras el frío que se colaba por la puerta de entrada ganaba siempre la batalla. Lo paradójico e incluso desafiante era que sobre la estufa colgaba un pequeño cuadro con una foto de unas montañas completamente nevadas. Seguramente mostrando irónicamente lo inútil de aquel calentador.

Mis abuelos tapaban sus piernas mientras estaban sentados. Cada uno con un poncho peludo y marrón con flecos, que imagino los mantenía calentitos mientras veían la tele, de paso aclaro, pequeña y sin chance de zapping. Cuando llegó la tele a color fue mágico, el sonido del estabilizador de la tele blanco y negro dejó de doblegarnos. Eso fue mejor que ver en colores.

El control remoto de la tele nueva estaba siempre apoyado sobre la mesa del televisor. Para cambiar de canal había que levantarse tomar el control, pensar muy bien que canal poner y volver a dejarlo nuevamente sobre la tele. Hoy puedo decir que había miedo detrás de ese gesto, pero en ese momento se sentía de lo más normal.

Así, como no pintamos nunca el comedor, creo que jamás cambiamos las pilas del control remoto. Las cosas tenían que durar por siempre, aunque mis abuelos fueron los primeros en romper su propia regla.

Justo sobre los sillones dos gigantografías colgaban de la pared. Dos retratos revelados en blanco y negro, mi hermano y yo éramos las obras de arte de aquel lugar. En la caja de las fotografías aún tengo pequeñas muestras de fotos en miniatura que habían tomado en el Estudio de Fotografía de Mazza. Debe ser la única vez que pudieron ponerme una hebilla para sostener mi pelo que a pesar de no tener colores, sé que era rosada.

Si nos sentamos en el sillón del abuelo, cuando dormía la siesta, justo enfrente podemos ver el tocadiscos. Un combinado, de madera marca Winco, le ponía algo de música a la tarde o a los fines de semana. Teníamos discos de pasta de todos los estilos musicales. Si cierro los ojos aún escucho a María Elena Walsh o a Julieta Magaña, cantándome que la luna se empolvaba la nariz o que los domingos son para ir al zoológico. En mi vida la luna solo existía en Valencia y los domingos eran para el cementerio. Aunque si tenían razón cuanto a Manuelita y a la Batalla del Movimiento.

Podía cambiarse la velocidad en la que giraban los discos y cuando nadie nos veía jugábamos con mi hermano y con disco pequeño donde Bobby mi buen amigo. Sonaba muy grave y lento cuando giraba en 30 y muy finito y veloz en 75.

La mesa era la vedet del lugar, de esas que se despliegan para hacerse más grande o más pequeña con muchas sillas a su alrededor. Por varios años fue mi Capilla Sixtina, porque la parte de abajo fue mi lienzo personal. En ese entonces dibujaba muchas personas. De brazos y piernas de palitos y cuerpos redondos, triangulares o cuadrados. Todo lo que importaba eran sus manos y sus pies. Mi gente andaba siempre con las manos abiertas cinco dedos largos y flacos, y a veces eran seis o siete y los pies descalzos con muchos dedos también.

Tengo en mis recuerdos un gordito con ombligo, remera a rayas, unos tres pelos y una sonrisa enorme y una chica de vestido con botones y dos colitas. Todos los demás flotaban por cualquier parte, pero ellos no, él estaba en un campo de flores y ella en el agua. El multiverso de esa mesa era extraordinario, el de abajo y del arriba.

El comedor tenía dos ventanas de cuatro hojas de abrir cada una. Pintadas de blanco con persianas de madera, rejas y taparrollos. Ambas daban cada una a un patio interno diferente. En el primer patio vivía el tanque de agua, gigante y de cemento que acumulaba agua y moho. Un par de macetas con plantas de hojas y una ruda macho que era materia prima del té para la gripe o el vapor para el asma de mi abuela.

En el otro patio, el lavadero y la soga de la ropa que nunca se secaba, porque estaba siempre en la sombra y mediante una escalera de cemento apoyada sobre la medianera del patio se subía a mi cuarto y al de mi hermano. Literalmente nos íbamos de casa para ir a dormir. Cuando llovía los relámpagos se sentían muy intimidantes y yo pensaba que los rayos podían caer sobre la puerta de chapa de acceso a la planta alta. Para abrirla los días de lluvia metía mi mano en el pulover y lo usaba de guante, para evitar la electrocución. Fue ahí que descubrí la estática y la puerta igual daba electroshocks.

Las rejas en las ventanas eran innecesarias, pero estaban ahí, cuidando que nada entrara o saliera. Las persianas también eran innecesarias, pero estaban ahí, y para más protección las cortinas de tela, blancas y livianas que flotaban como fantasmas cuando la brisa que lograba vencer las rejas. Entraba al comedor y movía las cortinas, por supuesto en los momentos más inoportunos, que incluían las películas de terror en Sábados de Súper Acción.

Con el tiempo llegó el teléfono, instalado bajo una de las ventanas, sobre una mesita acompañada de una silla para sentarse porque las charlas eran largas.

Al lado, bien pegada, la máquina de coser. Antigua, a pedal con una rueda metálica y una correa de goma que le daban vida a la Singer. Los hilos, la aguja, el carretel, la telaraña para enhebrar la máquina de coser, el ruido a locomotora de tren para dar un par de puntadas y mi abuela con sus manos y su artrosis arreglaban cualquier prenda.

Cuando era chica, estudiaba dibujo y pintura con Isabela, y cada año todos sus alumnos hacíamos una exposición. El dibujo elegido era enmarcado y presentado al público por un par de días y luego pasaba a la colección privada de las paredes de casa. Así en cada clavito que lograba perforar la superficie lunar del salpicrete fue para sostener mi arte. Todo el comedor tenía en sus paredes algo dibujado por mí. Era raro a veces vergonzoso, pero me honraba. Sobre todo, el primer dibujo de una casita hecha con papel y fondo de crayones, frente al último cuadro pintado al óleo. El de crayones me honraba y el de óleo me daba algo de vergüenza.

Antes de hablar del modular, que era el telón de fondo de todo este escenario, voy a hablar de la lámpara que iluminaba el comedor. En casa le decíamos la araña, pero en realidad araña era la que tenía mi tía Ana en su dormitorio, de lágrimas de vidrio y soportes dorados, la de casa era de una película de Narcizo Ibañez Menta.

Cuatro tulipas de vidrio blanco con los bordes ondulados, cadenas que la sujetaban del techo, un aro de metal que parecía lata de dulce de membrillo y donde todo, completamente todo estaba oxidado, y no por falta de pintura, sino por decisión. Era la araña más horrible de todos los tiempos y nunca más vi nada igual en toda mi vida.

Mi mamá la había comprado, ni idea donde, quizás la encontró algún domingo de esos en lo que íbamos al cementerio o la rescató de la bóveda familiar. Quien lo sabe. Pero era realmente tenebrosa. El techo no era tan alto y colgaba exactamente sobre la mesa y alumbraba por las noches la hora de cenar.

Como último detalle y nada menor: el piso. Viejas y ásperas baldosas grises de granito reconstituido con piedritas negras y blancas de pequeño tamaño como una alfombra cubrían todo el comedor.

El modular de casa va a quedar para otro relato, porque no quiero dejar de lado ningún detalle, ya estoy superando las 1600 palabras y quien sabe cuántos leerán hasta acá.

Este comedor fue el escenario de muchas historias durante muchos años de mi vida. Lo recuerdo desde antes de mudarnos ahí, creo que tenía unos seis o siete años, cuando era el depósito de un montón de rollos de tela de los dueños anteriores, de ahí hasta la última vez cuando estuve de visita ya con mi hijo Simón y ya con unos treinta y dos años.

Sólo queda agradecer, el haber tenido techo, a pesar de su horrible araña y sobretodo agradecer haber tenido paredes, que se han vuelto más afiladas con el paso de los años y que les han dado a mis dibujos la oportunidad de ser obras de arte.

Por último y ya me bajo del escenario gracias a mis dibujos que me han dado la oportunidad de vivir rodeada de colores entre 4 paredes.

Dedicado a las mujeres de mi vida y en especial a vos mamá, hoy en tu cumpleaños número 75. En estas 4 paredes vivimos nuestras historias de familia. Gracias por ser parte de ellas y por aún seguir estando en nuestras vidas.

Te quiero mucho vieja!!

Abrazos Carla

Mi mamá y yo

 

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