Mi abuelo Jeremías

Mi abuelo Jeremías, era una persona de pocas palabras. Mi mente incluso, ha olvidado la mayoría. A veces cuando pienso en escribir sobre él el esfuerzo de la memoria es tan grande que no puedo distinguir entre la verdad de los recuerdos y la fantasía de mi imaginación llenando los huecos.

Un hombre duro, durísimo para convivir con una niña pequeña. Si lo viera hoy podría distinguir en su rostro el miedo, la tristeza y seguro encontraría tatuadas todas sus miserias y bondades en forma de arrugas. Quizás detrás de su bigote podría incluso asomar alguna mueca tratando de darme pistas de cómo se sentía. Pero en aquel entonces yo solo veía su amargura.

Fue una de las personas que más veces anunció su muerte. Pilar, mi abuela, era la destinataria de sus gritos y de sus pocas palabras. Pilar me muero. Pilar la sopa está sosa. Pilar ven. Pilar…Pilar.

Don Jeremías

Mi abuelo era así, todo un gallego con boina, camiseta blanca de algodón y siempre su camisa medio desabotonada. Casi lista por las dudas se necesite un desfibrilador. Su cabello siempre peinado para atrás que con los años pasó de amarillo a blanco absoluto. Lavaba su cabeza con jabón Federal y de pequeña pensaba que por eso lo tenía amarillento. En sus uñas pasaban por algo similar. De grande entendí que la nicotina era la encargada de teñirlo así.

Por las noches untaba su cuerpo con Espadol. El aroma era tan único que aún hoy me lo recuerda. Dormía casi agonizando, sus gemidos nocturnos han sido sus conversaciones más extensas. Solía salir por las mañanas y volver a la hora del almuerzo. Después de su muerte supe que iba a jugar a las bochas y que incluso tenía amigos.

Pasaba la tarde en el sillón y si el clima lo permitía se sentaba en la puerta de casa, con la boina sobre su rodilla y sus pantuflas de cuero, con las que cada tanto nos daba, a mi hermano y a mí, alguna tunda. Según él bien merecida, por pasar muy rápido corriendo o por cantar muy fuerte.

Se me hizo bastante arduo el rescate de alguna caricia entre tantas durezas, sin embargo, me he cruzado últimamente con varios aromas que han venido a reemplazar el olor a antiséptico.

El abuelo en la feria

Cada quince días mi abuelo iba a la feria. Puestos ambulantes que vendían mercadería a mejor precio y de mejor calidad que el Almacén de Don Vargas o la verdulería de Zamboni. Un día, tendría unos ocho o nueve años, no recuerdo bien como sucedió, pero YO…fui a la feria con él.

Mi abuela le había encargado, filete de merluza y algo de fruta. Caminamos como 15 cuadras tomados de la mano. La severidad de su rostro a la luz del sol se había suavizado y su mano de piel escamosa de dedos flacos y peludos sujetaba la mía con firmeza. Aunque con cierta calidez que yo no le conocía.

Antes de comenzar a caminar se detuvo en un ligustro, de flores pequeñas de muchos colores, cuyas hojas eran más ásperas que él y al tocarlas desprendían un olor verdaderamente horrible.

Hasta hoy no tenía idea del nombre de la planta, para mi sorpresa y para escribir este relato lo mas fiel posible, googleando me encontré con la Lantana o Banderita Española, qué locura, mi abuelo español se detenía frente a lo único español que había en el camino. Quizás extrañaba su país y eso era todo lo que había que entender de él.

Guardó en su bolsillo varias hojitas que luego a la vuelta trituró todo el camino para matar el olor a pescado de sus manos.

Quince cuadras hicimos. En la tercera calle ya habíamos recordado el día que mi hermano Javier se quemó los pies con una botella de agua caliente y como él me cuidó esa noche mientras todos estaban en el hospital. En la octava cuadra hablamos sobre la siesta y de cómo me llevaba cada tarde a dormir bajo los eucaliptus.

De la mano

Para la cuadra doce, ya teníamos planes para el almuerzo. Al llegar prepararía pan tostado, untado con aceite de oliva y ajo para acompañar una fritura de panceta y chorizo colorado que matarían cualquier germen que pudiéramos haber contraído. Hacía frío y su nariz estaba muy roja. Con los años descubrí la rosácea que luego tendríamos por herencia, mi papá y después yo.

Me habló de su armónica, pero no puedo recordar nada de lo que me contó sobre ella, sólo una vez lo escuché tocarla y… ¡Mecachis! desearía haber prestado más atención a su música, o volver el tiempo atrás para entenderlo mejor.

Ya teníamos el pescado envuelto en papel de diario. La balanza del puesto era como aquella que sostiene la Estatua de la Justicia en el Hall de la Facultad de Derecho.

Balanza de dos platos uno para el pescado y el otro para las pesas que dicen buscar equilibrio pero nunca era a favor de la merluza. También de grande entendí porque la Justicia es ciega y no ve bien cómo usar su balanza.

Ya estábamos frente a las frutas, ¿Qué le vendo Don Jeremías? Dijo un mujer, que increíblemente sabía su nombre, vestida como para el carnavalito en un acto de la escuela. Pues mandarinas dijo, que las manzanas parecen ostias peladas.

De regreso

Seis kilos de mandarinas, más dos kilos de filete de merluza despinado, trajimos de vuelta por quince cuadras, una manija cada uno y un silencio profundo nuevamente nos envolvió como lo hacía el papel de diario con el pescado. Mis manos que habían acompañado tan tiernamente las de él a la ida, volvieron enrojecidas y cortadas por el peso de la bolsa, mientras entrábamos en casa al grito de Pilar abre la puerta…¡Pilar!

Yo estaba en tercer grado de la escuela primaria, y durante todo el invierno llevé al recreo una mandarina. Mis compañeros que merendaban galletitas Manon y los más pudientes galletitas Lincoln, por unos meses dejaron de decirme Anteojito cuatro ojos o Pepona por mis piernas largas y mis cachetes redondos, y sólo fuí una buena mandarina.

Jamás sentí vergüenza pero en la esquina de casa, para sacarme el olor a mandarina, tomaba una hojita del ligustro de aquella lantana, esa que apestaba horrible y que ahora se su nombre, y limpiaba mis manos tratando de encajar en la familia que tenía.

No sé bien que extraño de aquellos años o de mi abuelo, pero lo mejor de la llegada del invierno aún son las mandarinas, aunque gracias al esfuerzo de un Jeremías hoy pueda comprar mis propias Lincoln.

Les dejo esta foto maravillosa donde estoy junto a mi abuelo, agarrada de él y agarrada de mi misma, seguramente aprendiendo a caminar.

Fotografía tomada en la puerta de mi casa en Calixto Oyuela Santos Lugares con mi Abuelo Jeremías

 

Un abrazo.

Carla

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