Mi pecera y yo. Una historia con profundidad.

Esta historia bucea dentro de la profundidad de mi memoria y cuenta qué ha significado para mi tener una pecera. Una simbiosis ha emergido en este relato y te invito a recorrer conmigo un fragmento de mi vida. He encontrado huellas que no sabía que tenía. Escribir me ha llevado a descubrirlas.

Memoria de mascotas

Cuando era niña vivía con mis abuelos en una casa donde no podíamos tener mascotas. Mi abuela empezó a envejecer y con los años desarrolló asma. Decía que la alergia al pelo de los animales empeoraba su condición y mi abuelo, bueno, él simplemente no estaba de acuerdo con ninguna cosa que superara su intransigencia.

Hoy, con el diario del lunes, y ya siendo una mujer adulta, creo que en realidad lo que ambos tenían era un silencioso miedo, de ese del que he hablado en mi último relato pero de pequeña no imaginaba ese sentimiento en mis abuelos ni en ningún adulto a decir verdad.

Durante mi infancia creía que el miedo era propiedad exclusiva de los niños. En general le teniamos miedo al hombre de la bolsa y en particular yo tenía miedo de mi abuelo y su pantufla. Con mi hermano también teníamos miedo a la oscuridad, a los pitufos que habitaban en el ropero y cosas así.

Cuando yo tenía unos dos años y vivíamos en Santos Lugares, teniamos un perra salchicha que llamamos La Lechuguita, pero murió antes de que pudiera recordarla.

Su muerte debió ser para mis abuelos un dolor enorme. Quizás similar al dolor de dejar atrás la guerra, la muerte y todo lo que conocían para venir a otro país. Imagino un gran dolor mezclado con esperanza viajando en barco desde España a la Argentina. Es por eso que creía que los adultos no tenían miedo de nada. Los adultos solo podían sentir dolor. Quizás estaban palarizados de miedo, pero ellos nunca mostraban su temor.

En mi vida aprendi que el miedo trae otras cosas de la mano. Principalmente trae aparejado al amor. A veces ese amor se vuelve incondicional como el que brindan los perros y a veces se vuelve temeroso como el que encierra una valija española llena de esperanzas.

La Lechuguita ha sido motivo de varias anécdotas, pero sólo una se ha instalado en la memoria colectiva de mi familia. Dice la leyenda que mi perra era una especia de alargada salchicha de patas cortas y dormía en la cuna conmigo casi desde que nací. Parece que cuando mi mamá iba a buscarme a lo de mis abuelos los fines de semana, la pequeña Lechuguita gruñía en señal de protección, mientras me cubría con todo su cuerpo y no dejaba que me lleven así nomás.

Con el correr del tiempo, pasó de ser una protectora peluda a ser un ángel guardián de cuatro patas. Resulta que un día salió corriendo detrás de un gato (blanco si la memoria no me falla) cruzó la calle y la atropelló el 343. El colectivo no llegó a frenar. Fueron tres días de agonía hasta que murió. Eran tiempos difíciles corría 1978 cuando la muerte y yo nos conocimos por primera vez. Desde ese entonces nos hemos visto en excesivas y variadas ocasiones pero esas serán otras historias para narrar. Ella tenía una eternidad en este mundo y yo no alcanzaba ni los tres años.

A mis cinco años nos mudamos a Caseros y ahí la prohibición de tener animales que tuvieran pelos o que se atrevieran a morir fue rotunda. Tuvimos en consecuencia, lo más inmortal y lampiño dentro del universo de las mascotas. Manuel fue nuestra tortuga por siglos. Su historia ha sido motivo incluso de un Libro Ilustrado cuyo relato pueden pasar a leer bajo el nombre: Un tortugo en paracaídas

Una pecera

Ahora bien, imaginen la década del 80 y yo con diez años, descubriendo que por las venas me corría una enorme terquedad heredada. Un día, con toda esa determinación y un poco de berrinche, conseguí la indulgencia familiar para tener por fin una mascota. Las condiciones eran muchas: sin pelos, sin caparazón, sin colas felices o ronroneos enternecedores.

Mi imaginación en ese momento me llevó a una única y muy obvia opción: tendría una mascota con escamas. No recuerdo cómo convencí a mi mamá para comprar una pecera, pero lo hice. Mi primera caja de vidrio tenía tres peces dorados. El primero con la cola naranja, el segundo de tez roja y blanca, y el último tenía los ojos inflados como burbujas a punto de explotar.

El fondo lo simulaba una capa de piedritas blancas y un barco de plástico hundido que funcionaba como falso naufragio y dos plantas de utilería para darle más realismo al asunto. De ahí surgían las burbujas que conservaban el oxígeno para aquellos pequeños habitantes de agua fría instalados bajo la ventana de dormitorio y con vista al cielo azul.

Lo más importante de tener peces, nos dijo el hombre del acuario, es que nunca debemos sobrealimentarlos. No supe jamás cuál era la dosis de alimento correcta. Al principio pensé que los peces explotarían, pero no. Resulta que la pecera se llena de excremento rápidamente y el problema empeora porque no se puede cambiar el agua a cada rato ya que los peces se confunden si está muy limpia. Luego, finalmente por una cosa o por la otra los peces mueren.

Imaginen por un instante como se ve mi cielo de mascotas. Repleto de un montón de ángeles de la guarda con branquias que van llegando al paraíso a tavés del inodoro, que es a donde se envían los peces después de morir.

La muerte en grandes o en pequeñas dosis parece ser siempre binaria. Vivo o muerto y ya. El dolor posterior y el miedo anterior forman casi un algoritmo cuya variable es indudablemente el amor por aquello que se ha ido. Mis peces, hablando con honestidad han sido sólo un capricho, que inició con el deleite de haber logrado cumplir con mi ambición por tener mascotas y terminó con el martirio insoportable de un ruidoso aireador dentro de mi habitación.

Ellos, los peces, deben haber sentido la falta de amor en nuestra relación y fueron tan arrogantes y sensibles al respecto que comenzaron a saltar fuera del agua en señal de disconformidad. Vivir en una pecera inmersos dentro de la propia porquería, con la cantidad de oxígeno controlado artificialmente, con la cantidad fiscalizada de piedras falsas y de plantas artificiales me convirtió a los diez años de edad en una pequeña y mañosa centinela.

Eran mis protegidos dentro de un hábitat artificial que yo misma había creado, primero para ellos pero principalmente para mí. Encima resultó no ser lo suficientemente bueno como para que se lo creyeran. Ellos, lo peces, eligieron aventurarse fuera del agua en lugar de pasar sus vidas en cautiverio dentro de mi lago falsificado. Comenzaron a saltar cayendo boquiabiertos sobre el escritorio donde se apoyaba la pecera. Recuerdo que por las noches solía escuchar el ruido del suicidio para luego encender inmediatamente mi velador para acudir a su redención.

Después de un tiempo, por fin dejaron de intentarlo. Quizás ayudó la tapa que cubría la pecera en la noche ¿quién sabe? No obstante pronto encontraron otras maneras de abandonarme y comenzaron a enfermar. Hongos. Puntos blancos. Gusanos. Parásitos. Algunos murieron ahogados en el fondo y otros simplemente flotaron silenciosos sobre la superficie del agua.

Se sugirió como solución una pecera mas grande y una población más variada. El nuevo acuario pesaba muchísimo y era muy difícil de mover y de limpiar. El aireador duplicó en tamaño y en cantidad de burbujas. Obviamente el ruido también se intensificó. Piedras de colores, plantas mas reales, una especie de cueva para que pudieran esconderse y fingir que estaban en el fondo de algún río verdadero.

La población creció. Un pez telescopio de color negro. Algunos peces grises que no recuerdo ni su nombre. Unos cuantos peces cometa de cola y aletas rojas y cuerpo blanco. Algunas carpas anaranjadas, otros peces dorados y una vieja del agua.

La vieja del agua era un gran pez marrón con una boca enorme y redonda que pasaba sus días pegada al vidrio alimentándose básicamente de la inmundicia de los demás. No era para nada vistosa y mientras hacía aquello para lo que estaba destinada, cumplía sin saberlo, con un propósito mayor que era mantener la pecera limpia.

Sin ahogarme en paralelos filosóficos ni nada parecido creo que todas las sociedades o familias tienen sus propias simbiosis con una o más viejas del agua ¿Pero, quién sabrá no?

Mantener este acuario funcionando, a pesar de parecer autosuficiente, se volvió un trabajo colosal. En la terraza de casa una vez al mes había que limpiar la condenada pecera. Reservar la mitad del agua sucia y reemplazar la otra mitad con agua nueva. Remover los peces con una pequeña red y colocarlos en cuencos, vasos, tazas, o lo que encontrara. Vaciar la pecera, retirar las piedras del fondo. Enjuagarlas una y otra vez hasta que sólo escurrieran agua limpia. Enjuagar el moho de las plantas. Limpiar los vidrios de adentro y de afuera. Armar todo el circo de nuevo y devolver los peces al acuario.

Esta pecera ahora reinstalada bajo otra de las ventanas de mi dormitorio, ocupaba a diferencia de la primera, todo el escritorio. Pasé muchos meses de dedicado cuidado. Confieso, que en el fondo siempre tuve miedo que los peces volvieran a saltar e intentaran dejar la pecera. Que me abandoran por ser mala cuidadora o por no entender que me querían decir. ¿Ellos sabrían que afuera los esperaba la muerte? No lo sabré jamás.

Final de la historia

Si no se ama en profundidad no se siente después el dolor de la pérdida. Es una perversa fórmula matemática, pero si buceamos dentro del alma ¿quién no ha aplicado este teorema alguna vez? Estas premisas fueron una de las máximas que están encarnadas en mi ADN y que tardaron mucho tiempo desaprender. Pero para eso primero hay que reconocerlas.

Parece que la muerte de la Lechuguita debió ser un dolor enorme tanto para mis abuelos como para mí. Parece que mi propio desarraigo de Santos Lugares a Caseros también debió ser difícil de guardar en una valija.

Hoy con el diario del lunes y siendo ya una mujer adulta, veo en mi cielo muchos ángeles de la guarda. Algunos tienen pelo, otros caparazón, algunos escamas y muchos son de carne y hueso. A éstos últimos me hubiera gustado abrazarlos más, amarlos mejor, sentirlos y darme permiso de muchísimo más, aún con el miedo a perderlos. Pero, claramente esto ya no se puede.

Por suerte, la vida no es tan binaria como la muerte y aún está colmada de personas a las que querer. Hoy trato de amar más generosamente y de disfrutarlo con cada parte de mi alma, incluso con aquellas que tienen las cicatrices y las marcas que me ha dejado la muerte. Incluso trato de dejarme amar. Aunque a veces sean tareas colosales, similares a las de limpiar y sostener un acuario.

Finalmente todo me trae de vuelta a mi pecera. No recuerdo por qué me consintieron con dos peceras, tampoco recuerdo por qué ni cuándo no las tuve más. Sólo recuerdo que a la última la regalé. Desbordada supongo del cuidado. Agotada del ruido del aireador. Fui yo quien los abandonó a ellos en aquella ocasión y lo peor de mi conciencia es que no recuerdo ninguna razón relevante para esto. No recuerdo si siquiera si los extrañé. No nos amábamos lo suficiente supongo, los peces y yo.

Han pasado muchos años de esto, y aún después de tantas palabras, no he logrado redimirme.

Las peceras, al parecer traen consigo muchas lecciones y dejan huellas que no sabía que tenía hasta ahora. Entre ellas la lección sobre el hecho de que cada vez que uno elige aventurarse y dejar la protección que brinda el hábitat artificial del acuario, sino aprendió a respirar fuera del agua, termina boqueando sobre el escritorio donde se nos mantiene nadando dentro de una caja de vidrio.

Reflexión a profundidad

Parece ser que siempre aparece nuestro propio centinela, que nos cree incapaces de aprender o le da miedo nuestra muerte. Entonces bajo la luz de algún velador, nos rescata y nos devuelve al agua. Si prestaron atención, ya todos sabemos a estas alturas que nos sucede después de un tiempo de intentar huir y fallar. Los peces rescatados comenzamos a enfermar. Incluso si dentro de la pecera han instalado cuevas donde escondernos. Incluso si convivimos con algunas viejas del agua.

Pertenecemos a una simbiótica necesidad mutua. Nosotros los peces y ellas las viejas del agua. Ellas nos mantienen el lugar muy limpio pero en realidad necesitan de nuestras cagadas para vivir. Luego, lo peor es lo que sucede al final. La pecera se vuelve mas grande, las plantas mas reales, y las viejas del agua dejan el vidrio tan transparente que dejamos de intentar huir y empezamos creer que en realidad estamos viviendo fuera del agua. Pero no, estamos todos nadando en el mismo cautiverio.

Siendo pecera
Simbiosis

Abrazos mojados.

Carla

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