Introducción
Este pequeño relato sobre cómo llegó un tortugo a nuestras vidas, es parte de mi memoria. Ha estado en mi Diario desde que era pequeña y escribía muchas historias sobre cosas que no pasaban del todo así, pero en mi imaginación eran tal cual les voy a contar…
Un tortugo en paracaídas
Querido Diario un fué un día muy especial.
Comenzó siendo un domingo como cualquier otro y mi tía preparaba el almuerzo, yo tenía un hambre voraz, pero la comida parecía no terminar de cocinarse nunca.
La tía Esther estaba sazonando mi comida preferida que dicho de paso también era su especialidad: Pollo al Horno con papas.
En la cocina se levantaba la torre de papas fritas más alta que jamás había visto.
Los bastones hechos con las papas eran larguísimos y estaban cortados a la perfección, como si fueran nobles edificios de una ciudad.
Crocantes y apilados en un inestable equilibrio sobre la fuente enlozada, conformaban la más enorme y crujiente ciudad hecha de papas. La sal caía torrencialmente y la Ciudad de Papas se nevó por completo.
Eran como las dos de la tarde y por fin se escuchó el tan esperado y penetrante grito … ¡¡¡A Comer!!!
El pollo que estaba recién sacado del horno resplandecía como el sol por tanto dorado. Su piel crujía como el rechinar de las viejas maderas en el piso de su habitación.
Los limones que estaban recién cortados del limonero del patio lo perfumaban todo. Los cubiertos de bronce antiguos y los platos de porcelana con los bordes dorados hacían de la mesa un escenario de otra época, perfecto para el almuerzo.
El mantel de hilo blanco con decenas de ramilletes bordados era mi preferido. Cada pequeño ramo tenía todas las flores silvestres que conocía y eran mi inspiración a la hora de llenar mi diario.
La casa de mi tía era tan única y misteriosa como ella. Gigantes ventanales de colores hechos de diferentes clases de vidrios separaban el comedor del patio, donde sobre las baldosas, que alguna vez fueron rojas, se erguían una jaula para pájaros vacía, dos sillones de hierro sin almohadones y una mesita de pies de hierro y tapa de mármol, fría como una lápida, y tan distante como mi tía Esther.
Un escenario abandonado, seguramente para la hora del té y aunque jamás nos sentamos ahí, yo podía podía imaginar una tetera, oler los limones y escuchar el canto de los canarios que alguna vez habitaron esa jaula y seguramente fueron tan amarillos como el limonero.
La casa de mi tía era así, muda, vacía y misteriosa. Restos de una época dorada que debe haber brillado tanto como la piel del pollo que ya estaba sobre la mesa.
Estábamos a punto de comer. Pero de golpe…PUMMMM un ruido retumbó sobre nuestras cabezas. Corriendo por las escaleras de cemento que bordeaban el patio subimos a la terraza.
No podíamos entender nada, un tortugo panza arriba pataleaba de cabeza, moviendo sus patas como un dinosaurio en extinción y con tanta rapidez que ninguna liebre hubiera podido con eso.
Al costado de una de las masetas de cemento y con plantas algo olvidadas, podía verse entre un montón de ropa una remera blanca con rayas rojas que llamaba mucho la atención, porque toda la ropa de mi tía eran batones floreados o con algún estampado raro, pero rayas jamás.
Miramos hacia el cielo, hacia los edificios que rodeaban la casa, a los pájaros que pasaron volando pero nadie entendía que fue lo que pasó.
Entonces dimos vuelta a Manuel, los anillos de su caparazón eran tantos que ya no podían contarse. Su cabeza era tan arrugada como una pasa de uva y su cuello era tan viejo como los zapatos de cuero verduzco de mi tía. Tenía la boca abierta y de ahí se desplegó una ancha y larga lengua rosada y pegajosa como un Palito de la Selva.
Su caparazón daba golpes contra las baldosas mientras el corría por la terraza tratando de subirse al macetero mientras nosotros bajamos para comer.
Después del almuerzo, Manuel el tortugo, me lo explicó todo. Me dijo su nombre y que salió de su casa en busca de aventuras. Hablaba sólo en un código antiguo: el Código Morse. Por suerte yo había aprendido el idioma de una de las miles de revistas que guardaba mi tía en su biblioteca.
Manuel venía del edificio de al lado, exactamente del piso 7. El quería ir a la plaza tenía una obsesión con el Monumento a San Martín pero terminó aterrizando en la terraza de mi tía Esther.
Parece ser que mientras bajaba en su paracaídas a rayas blancas y rojas hecho por el mismo con una remera a rayas, la corriente de aire caliente proveniente del pollo recién sacado del horno, desviaron al tortugo hasta ahí y el resplandor de su piel no lo dejó ver con claridad a donde estaba yendo.
Punto, punto, punto, raya, raya, raya, punto, punto, punto. Por años pasamos hablando de cómo escapar de la terraza de mi tía Esther prestando atención para no caer en las corrientes de aire otras vez. El tiempo para Manuel el tortugo era diferente. Había vivido cientos de años y parecía no tener ningún apuro. Pacientemente me esperaba cada domingo para contarme sobre su vida y escuchar sobre la mía.