Mi historia en bicicleta
Cuando me siento agotada y la mente necesita liberarse dicen los que saben que lo mejor es salir a caminar. Caminar me gusta, pero si estoy muy enervada o medio triste caminar es lento y aburrido. Así encontré en la bicicleta una amiga perfecta.
Nunca planifico un recorrido cuando salgo, pero mi corazón siempre me conduce al lago. A veces pasan semanas sin salir, pero el refrán que dice nunca se olvida como andar en bicicleta inevitablemente funciona.
Aprendí medio tarde a andar en bici, como a los nueve años (cuántas cosas me pasaron a los nueve, ahora que lo pienso). Tenía una Aurorita color azul metalizado, como un papel glasé brillante, con guardabarros y portaequipaje. Mi hermano Javier, que es tres años y medio más chico, tenía una bici naranja. El aprendió a andar en bici mucho más rápido que yo.
El vecino de la vuelta de mi casa se llamaba Don Pipo, era un hombre mayor, muy reservado y todos los chicos del barrio le teníamos bastante miedo. Estaba siempre vestido de musculosa blanca de morley. Era alto, flaco, panzón y tenía un bigote raro como el de Charly García, medio negro y medio canoso.
Una tarde después de muchas caídas en la calle Don Pipo se acercó y me dijo que pase lo que pase nunca deje de pedalear que el cuerpo iba a saber qué hacer, que no use mi razonamiento para nada, que no piense. No se si me hablaba de la bici o de la vida, pero sus consejos me acompañan hasta hoy.
El hombre viejo y panzón, que tanto miedo me daba, corrió detrás mio y tomado del portaequipaje me dio un empujón y me soltó. Casi la típica historia de los que aprenden a andar en bicicleta, y si sin darme cuenta estaba por fin pedaleando y nunca mas me caí.
Las mariposas en la panza, la mezcla de felicidad y aprensión aún las siento por un segundo cuando me subo a la bici.
Sigo pedaleando
Salgo de casa y doblo a mano derecha, como lo hago siempre. Me veo sostenida al manubrio con firmeza. Los pies sobre los pedales dando vueltas entre el piñón y la corona. Las cubiertas todo terreno girando, deslizándose sobre los pozos y los charcos de agua. Voy sorteando cada obstáculo incluyendo los perros de la calle y una agradable vibración me recorre el cuerpo desde la base de la columna hasta el repiquetear de los dientes.
Cuando llego a los adoquines la sensación de paz es inmediata, pero dura apenas unos momentos. Levanto la vista para ver los Tres Picos y sé que pronto estaré viéndolos desde más cerca, las cumbres están nevadas, es invierno aún, el cielo está celeste y algo nublado. Mis pensamientos se interrumpen de pronto es por el reductor de velocidad que me obliga a pararme para no rebotar contra el asiento.
La Ruta 16 hasta el lago está bastante transitada. Llena de baches colmados del agua de lluvia de ayer me llevan a serpentear entre la vereda y el asfalto. Subo y bajo entre la gente, entre otros perros, otras bicis y algunos autos estacionados.
En este recorrido hay un mundo antes y después de la Casa de Artesanías Cuyen. Ahí en su esquina la curva es cerrada, también se termina la vereda y el camino se vuelve más recto y con algo de pendiente a favor. Algún día me detendré a comprarle un calco a mi bici que diga Lago Puelo Ruta 40.
Todo el recorrido se despliega dentro de un escenario de cordones montañosos de la Cordillera. La llegada al lago ya es un hecho cuando repentinamente se ven los Tres Picos y varios caminos para elegir que suben y bajan por el faldeo. La emoción siempre me puede y hoy no es la excepción. Es como ver la Basílica cuando vas caminando a Luján, salvando los miles de kilómetros ¿no?

Generalmente sigo andando hasta la playita, pero decido quedarme en el borde del lago, cerca del muelle. Me gusta sentarme un momento y detenerme a contemplar. El lago nunca está planchado en agosto, pero su movimiento me reconforta el alma junto al sonido de las olas en la costa.
Hay olor a Lago Puelo en cada ráfaga que me llega. No sé si lo imagino, pero siento olor a pan relleno ¿o son churros? seguramente vienen de alguna canasta que está ofreciendo algo para la merienda. Mis zapatillas se hunden entre las piedras y una brisa fría de la costa sopla en el espacio abierto y agita mi pelo ya desordenado desde antes.
Me regalo media hora para abrir todos mis sentidos. Escucho los teros que sobrevuelan a los gritos, siento el azul del día en la piel de las mejillas mientras mi nariz comienza a largar agua y agua que termino secando con el puño de mi campera. Siento las piedras escurrirse por mis manos y soy consciente del avance de esta tarde mientras el cielo se vuelve más oscuro anunciando la lluvia que seguro me acompañará cuando vuelva.
No me importa la hora, cierro los ojos y me desconecto. No hay nada en mi mente excepto mi propio silencio y una paz que me abraza con ternura. Respiro a pleno pulmón para luego recostarme un momento. Puedo escuchar mis latidos, sentir mi respiración y las gotas de lluvia comienzan a mojan mi cara.
Cuando esté lista y recargada de energía mi organismo sabrá qué hacer y se levantará. Ahora no pienses en nada me dice una voz que podría ser la de Don Pipo. Cuando esté lista tomaremos la bici, y caminaremos con ella unos minutos antes de volver a casa.
Cuando estemos listos mi alma, mi cuerpo y yo lo sabremos.
Ahora mi cuerpo está en el suelo sobre las húmedas y frías piedras del lago. Mi alma sonríe bajo la lluvia mientras yo los observo con mi lápiz en la mano mientras escribo este relato. La noche avanza sobre nosotros como una marea de penumbra que devora el cielo y tenemos los pies helados, las mejillas rosadas por lo afilado del viento y los ojos lagrimosos por el intenso frío, la enorme oscuridad y la profunda emoción.

Nos abrazo.
Carla